MAYO 3, 2023
El escenario pretendía recrear un ambiente apto al anuncio: cierta solemnidad, cierta autoridad en el tono de voz y algunos códigos institucionales reconocibles para la ocasión. Como telón de fondo, una inmensa pantalla de uno de los Centros ECU 911, herencia de la estrategia de hipervigilancia con fines securitarios y políticos montada durante la “Revolución Ciudadana” del expresidente Correa. Como atuendo, la gorra con una insignia de Fuerzas Especiales del Ejército ecuatoriano y una camisa liviana. Así, el presidente ecuatoriano Guillermo Lasso comunicaba en cadena nacional, el pasado 1 de abril, que, entre otras medidas, en el Ecuador se permitiría nuevamente el porte y tenencia de armas para defensa propia de civiles. El mensaje, según sus mismas palabras se quería “claro y elocuente” dentro de una “Cruzada por la seguridad” que buscaría combatir “la delincuencia, el narcotráfico y el crimen organizado” como los enemigos comunes identificados. Los debates en pro y en contra de aquella medida en particular, y sus interpretaciones a la luz del contexto político actual, se agotaron rápidamente tras el anuncio. Por un lado, los que han visto en la decisión un guiño de Lasso al Partido Social Cristiano que siempre ha impulsado esa política en relación con las armas, y que ahora es un actor clave que podría salvarlo de la destitución en el juicio político que lo tiene en vilo (Mella, 2023). Fuera del círculo político, muchos ciudadanos de a pie aplaudieron la noticia que consideran como un verdadero paso hacía una mayor protección personal contra la delincuencia. Otros, evidentemente señalaron el aspecto preocupante de la medida que podría atizar aún más la violencia en un contexto ya bastante caldeado.
Lo cierto es que el debate tiene múltiples aristas y elegimos tratar de desentrañarlo con una mayor amplitud, dejando a un lado las pasiones de la coyuntura política, apelando al análisis, no solo a la luz de la crítica situación de violencia que vive el país actualmente, sino desde otras consideraciones históricas, culturales y sobre todo discursivas del tema.
Haciendo un recuento histórico, la herencia de los grupos alzados en armas, protagonistas de la Independencia del yugo español durante las gestas descolonizadoras del siglo XIX, se construyeron en el imaginario nacional como la semilla de las actuales Fuerzas Armadas, que reconocen en sus héroes históricos a quienes en su momento eran tildados de rebeldes por las fuerzas realistas.
Desde el inicio de su era republicana, Ecuador, contrariamente a muchos otros países de la región, no fue marcado en su modus vivendi por una violencia cotidiana en la que la defensa de la propiedad privada se resolvía a punta de tiros. Se puede considerar que, pese a un complejo proceso de unificación nacional que se materializó mediante el control terrateniente en el que, parte de la población (indígenas, afros y mujeres) estaba excluida de los ámbitos de la decisión política (Ayala, 2008), los conflictos sociales no tomaron las proporciones de la vecina Colombia.
Aún si han podido existir algunos grupos armados al margen de la ley que ejercían control en ciertas zonas remotas del territorio[1], durante el siglo XX, la presencia del Estado ha garantizado, en un rango importante, la regulación de los conflictos internos y externos, el control de la mayor parte del territorio, la cobertura en servicios institucionales como señales de un contrato social, que con sus altos y bajos, se ha mantenido estable. En esa medida, la entrega de la fuerza letal legítima a unas Fuerzas Armadas profesionales ha sido una constante, razón por la que son quienes, hasta hoy, ostentan el control y la regulación del porte de armas en el país y el monopolio de la fuerza legítima.
La decisión sobre el quién puede portar y usar armas se relaciona entonces con quién detiene cierta legitimidad para usar la violencia, por un lado, para enfrentar una amenaza inminente a su espacio, sea este territorial nacional o de propiedad privada, o, para conseguir algo, o luchar en contra del abuso, mediante la coerción cuando se han agotado todas las vías de conciliación y negociación. También y, sobre todo, reside en cómo se representa la legitimidad de estos usos, poniendo en evidencia de que la decisión la tiene quien detiene el poder simbólico del discurso.
No es de extrañarse entonces que, al tiempo que se pretende democratizar el porte y tenencia de armas a la población civil bajo una política propia de los sectores económica y políticamente influyentes del país que detienen el poder simbólico, se criminaliza a quienes luchan denunciando los despojos de territorios donde se configuran las rutas delictivas, tanto para el tráfico de drogas, de personas y de las mismas armas, como para la concesión de esos mismos territorios para la extracción de minerales de muy alta demanda en los mercados internacionales.
A diferencia entonces de la consideración tildada de heroica de los montoneros, combatientes originarios del campo y en su mayoría indígenas y afros, que se sumaban a las filas de los ejércitos libertarios durante el siglo XIX en un afán descolonizador, desde hacer varios años, vemos amalgamada la lucha de estos mismos pueblos frente a los despojos neocoloniales de sus territorios, como una amenaza a combatir por su carácter tachado de subversivo y terrorista.
Esta estrategia securitaria que se ha instalado a nombre del desarrollo ha sido empujada, con diversos matices, tanto por gobiernos mal llamados “progresistas” como el proyecto correísta, así como el actual ultraliberal de Lasso. En el primer caso se puso énfasis en que sea el Estado el que tenga el monopolio del uso y tenencia de las armas para asegurar mayor control social y político funcional al estilo autoritario y personalista de gobernar. En ese contexto, recurrentemente se criminalizó la protesta social, se instaló un régimen de vigilancia a los actores opositores y a la ciudadanía en general e incluso se impulsó un endurecimiento de la política penal (Mendoza, 2018).
La estrategia ultraliberal actual en cambio propone una posibilidad de tenencia y porte de armas más extendido a la ciudadanía, en una visión privatizadora de la seguridad. Es así que, de forma concomitante, y que encaja perfectamente con el momento que vivimos, la ola de delincuencia generalizada que tiene en vilo a la población, fruto por una parte de la penetración del crimen global en el país[2], y por otra, consecuencia de una gestión gubernamental carente de política social que ha ido ensanchando la desigualdad, permite la aceptación de amplios sectores a una mayor securitización de la vida cotidiana, que incluso recae sobre sus mismos hombros.
El miedo como síntoma compartido, deja libre paso a un discurso y acciones cada vez más permisivas tanto para el Estado como para los ciudadanos para combatir cualquier amenaza, a cualquier precio, y por cualquier medio. Lo contenido en el mensaje televisivo de Lasso el pasado 1 de abril apelaba precisamente a ese miedo, colocando como acción resolutiva frente a este, las decisiones firmes del Estado a través de su gobierno, que además de representarse como los salvadores de la situación, hacen un llamado a la ciudadanía, para que en nombre de la libertad, sean partícipes de esta lucha contra la delincuencia, cediendo algo de su contrato social al entregar parte de su fuerza legítima a quien no le corresponde.
¿Es acaso un discurso confeccionado únicamente por Lasso? La respuesta es por supuesto que no. La instalación de una política securitizadora que, por un lado, pretende contener cualquier indicio de protesta social asociando la acción violenta con el crimen organizado, y por otro, que propone la solución a los problemas de inseguridad con mayores medios coercitivos y uso indiscriminado de los tipos penales en lugar de implementar políticas públicas basadas en la búsqueda y solución del origen de las problemáticas sociales, es una estrategia constante en muchas latitudes del mundo y no conoce bordes políticos. La estrategia es extendida, solo sufren matices algunas fórmulas.
Una de las expresiones que se va multiplicando, por ejemplo, lo que analistas califican de “populismo punitivo” y que consiste, según la abogada penalista española Laia Serra, en una “estrategia ideológica, manipuladora y reaccionaria del Estado de explotar las inseguridades de la colectividad para neutralizar ciertos debates sociales y criminalizar selectivamente ciertas conductas y sectores sociales para ir restringiendo libertades fundamentales” (Serra 2018).
Aquel enunciado que ya estaba instalado desde larga data en los círculos académicos de debate alrededor del derecho, las políticas públicas de seguridad y los derechos humanos en Europa, es el que también utilizó hace poco Ana María Méndez, directora para Centroamérica de la organización de derechos humanos Washington Office on Latin America (WOLA) a propósito de las polémicas medidas contra la delincuencia implementadas por el presidente de El Salvador Nayid Bukele que, según cifras de su Plan Control Territorial, ha puesto en prisión a más de 64000 delincuentes. Si bien la política de Bukele tiene, según una encuesta de Instituto Universitario de Opinión Pública publicada en marzo 2023, una aceptación del 85,7% de la población salvadoreña, y muchos seguidores en América Latina, organismos de derechos humanos como WOLA advierten sobre la opacidad de las cifras y los objetivos y la sostenibilidad a largo plazo de aquel Plan (Méndez, 2023). Una vez más, la estrategia político-discursiva es la que está en marcha.
Este tipo de política securistista, que solo puede hallar resonancia en su capacidad de convencimiento y aceptación de la opinión pública mediante el discurso, se ha instalado en los imaginarios sociales como por ejemplo en Europa y Estados Unidos donde se advierte de la cada vez más amplia anuencia de la población frente al endurecimiento de medidas de circulación de las poblaciones a través de las fronteras supeditándolas a criterios económicos y raciales; en América Latina, se expresa en la normalización del endurecimiento de condenas en contra de actores sociales contestatarios y que convierten a las formas de protesta social en tipos penales punibles en el mismo rango que la criminalidad; también, se traduce, en América del Sur, con la alta aceptación de la implementación de políticas en que se apela a una mayor presencia militar en zonas más paupérrimas y vulnerables a las economías subterráneas y dinámicas violentas en lugar de ofrecer mayor atención del Estado, exponiendo a la población al fuego cruzado entre fuerzas legítimas y grupos armados al margen de la ley.
Lo que está en juego, tomando el ejemplo ecuatoriano, más que un cambio en la normativa es la instalación de una estrategia política-discursiva en la que el mensaje que se posiciona es que existirá una mayor permisividad hacia la población civil del uso de armas para la resolución de conflictos de toda índole y a la par, que se reducirá el rol del Estado controlador, mismo si eso equivale a reducir su responsabilidad al ceder parte de su obligación de protección.
Esta medida no cambia nada al hecho de que el Estado se sigue colocando como un intermediario importante en el control del mercado de armas que busca siempre ampliarse y maximizar sus ganancias. En el contexto actual, la desatención del Estado frente a los problemas sociales que incrementan la pobreza, desigualdad y violencia, se convierte en una situación funcional a un mercado armamentista cuyos lobbies han tenido roles poderosos en la política[3].
Adicionalmente, el mensaje abona a una atomización social, construyendo un imaginario de buenos y malos, apelando a la configuración de una autoridad moral impuesta por los sectores de élite “biempensantes” que a nombre de la libertad ponen en marcha medidas de protección contra la invasión delincuencial, a menudo asociada a la migración, a la pobreza o a la diferencia racial.
El hecho de que días después del anuncio, el propio ministro de Defensa del Ecuador, el general Luis Lara, junto con autoridades militares haya reajustado el mensaje de Lasso, precisando que el porte y uso de armas no será tan “libre” como lo dejaba entender el primer Mandatario, dejó al desnudo la pretensión grandilocuente que se quería obtener con el anuncio presidencial. El golpe mediático habrá funcionado a medias, pero sin duda evidenció la maniobra político-discursiva en un contexto nacional a flor de piel. También, puso de manifiesto que una parte de la población no dudará en armarse para defender por sus propios medios su integrad y su propiedad. Sin duda, las políticas securitizantes, vengan de quien vengan, tienen aún mucha vida por delante. Por su parte, las Fuerzas Armadas ecuatorianas tendrán una tarea más que asumir, decidir quien estará apto para el uso de las armas a mucha más gran escala y, controlar de forma constante y con la responsabilidad que le recae, que ese uso no profesional no se desborde en un ambiente ya bastante violento.
Autora:
María Dolores Ordóñez
Investigadora de la Universidad de Alcalá
Programa de Doctorado IELAT
Trabajos citados
Ayala, E. (2008). Resumen de Historia del Ecuador. Quito: Corporación Editora Nacional.
Mella, C. (05 de Abril de 2023). Ecuador autoriza llevar armas para la defensa personal frente a la escalada del crimen. El País.
Méndez, A. M. (07 de marzo de 2023). El Salvador: la estrategia de seguridad de Nayib Bukele hace "apología a la violencia". (dw.com, Entrevistador)
Mendoza, L. E. (2018). La criminalización de la protesta social en el gobierno del presidente Rafael Correa, período 2007 – 2017. Tesis de Maestría en Derecho Penal . Quito, Ecuador : Universidad Andina Simón Bolivar.
Pardo, P. (25 de mayo de 2022). Guía para entender el lobby de las armas de Estados Unidos. El Mundo.
[1] Ver: “Presencia de los movimientos insurgentes en el Ecuador” Centro de Documentación de los Movimientos Armados. 08 de marzo 2003. Recuperado en https://cedema.org/digital_items/182
[2] Ver sobre este tema, los artículos de la misma autora publicados en el Observatorio de Seguridad, Economía y Política Iberoamericana (OSEPI) de la Universidad Francisco de Vitoria “Ecuador en la sombría espiral de la violencia” y “¿Abrazos y no balazos?” http://osepi-ufv.com/
[3] La Asociación Nacional del Rifle (NRA por sus siglas en inglés) es una poderosa organización estadounidense que, desde los años 70 fue tomada por una mayoría que enarbola la libertad del porte y uso de armas para la defensa personal. Este grupo, cuyos valores muy conservadores se proclaman en contra de la integración racial y de la inmigración está fuertemente ligado al partido Republicano norteamericano. Su peso electoral es importante por lo que su participación en las elecciones mediante donativos a las campañas permite el posicionamiento de su discurso sobre las armas a través de los candidatos republicanos (Pardo, 2022).
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